Fulgencio
- Blog historia animal
- 16 oct 2024
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 dic 2024

Lo primero que sintió el señor Luis fue que dejó de caminar erguido. No lo entendió al principio; meses antes ya no podía dar un solo paso. Pero ahora caminaba. Y de repente corría; todo esto en una posición extraña, muy en contra de su voluntad. Ni con su aparente mejor temperamento el señor Luis podía entenderlo. Hasta los hombres más viejos caminan erguidos.
Y de repente sintió el pelaje y el ladrido. Su garganta era rasposa, su sed era gigantesca. Se acercó a un charco a beber.
El señor Luis estaba demasiado molesto para entender su transformación. Pero le molestó más su propia ira, esa que no entendía, ni con la mejor de las voluntades. Por ejemplo, que pasaran las motocicletas y ladrara fuertemente. Que su garganta se sintiese rasposa, al punto que el ladrido le causara un momentáneo alivio. No entiendo, se dijo. ¿Estoy enojado? ¿Qué necesidad tengo yo de perseguir motocicletas? No comprendía su propio ímpetu, ni sus ganas de corretear en el parque. Y entonces, sintió hambre. Reconoció una carne al pastor, que a lo lejos olía mucho. Olía más de lo que podía contemplar el señor Luis con sus ojos. Eso fue lo que lo guió. Pero ni así el señor Luis pudo comprender su propia transformación.
Finalmente los encontró. El señor Luis estaba orgulloso de su nuevo don. Ojalá pudiera contarle a María, pensó. A nadie más le hubiera dicho. Pero María llevaba unos años muerta, y prácticamente los años sin ella le habían bastado al señor Luis para realizar una vida distinta. Ya tengo cien años, pensó. ¿Será que ser muy viejo te da estos dones? Lo mucho que me habría servido tener este olfato tan bueno… quizá me hubiera ayudado a cocinar mejor. Pero para qué, si yo tengo a quien me cocine. Y mira que lo encuentro hasta en la calle.
El señor Luis ya estaba en frente del taquero. Solo tenía que esperar que éste le atendiese. Hace mucho que no salgo a la calle, pensó. Contempló al taquero; no tenía más de veinte años. A veces me pregunto si estas generaciones me reconocerán, pensó. Me reconocerán como un buen presidente, el que les dio trabajo a sus abuelos. Pero tengo ya esta cara de viejo, y si te cambia mucho. Quizá no me reconozcan.
Tímidamente el señor Luis se acercó. El hambre era cada vez más intensa. Se acercó al joven; éste entonces le metió una patada, entre los dos ojos. El señor Luis salió volando hasta la calle, donde casi le atropelló un microbús. Solo así entendió: se había vuelto un perro. Porque así no tratan a ningún buen presidente.
Con pánico, el señor Luis corrió a lo largo de la acera. No reconoció nada de lo que pisó, porque no salía hace mucho. No caminaba hace mucho, ni cuando sus piernas se lo impidieron por viejo. Iba en coche todo el tiempo, como un buen ex presidente. Chocó con muchas paredes; corría muy rápido, más de lo que pudiese controlar. Luego olfateó unos huesos tirados en la basura, que comió con mucho gusto. Después siguió corriendo, y luego se cansó. Encontró una entrada de un lugar agradable, que le recordó la entrada de su propia casa, y decidió recostarse ahí.
Fue entonces cuando al señor Luis lo despertó una patada en las costillas. Apenas abría los ojos cuando reconoció el uniforme azul. Dos uniformados. Lo vieron fijamente antes de irse riéndose. El señor Luis se molestó mucho, y no entendió por qué chingados, si era un perro, no los mordía; estaban claramente desarmados. Pero sintió algo más fuerte que las ganas de morder; un miedo desgarrador. ¿Pero quién tenía miedo? ¿El señor Luis o el perro? Recordó el tiempo en el que como presidente verificó el entrenamiento policial. Los entrenó para golpear estudiantes; esas habían sido sus funciones ¿pero los entrenó para golpear criaturas indefensas? El señor Luis estaba confundido ¿Por qué tengo miedo si yo vi estos entrenamientos? ¿Por qué el perro tiene miedo? El señor Luis temió, por primera vez en su vida, lo que sus acciones podrían haber causado ¿Cómo habían sido los policías para que un perro temblara tanto sin percibir el color azul?
Entonces el señor Luis comprendió que el perro no podía estar en las aceras. Fue hacia un parque, a descansar. El perro se sentía débil, y por lo tanto él también. Espero regresar a mi casa y que me digan que me pasó.
Al día siguiente, el perro se despertó por el aroma de una comida más crujiente. Ésta estaba debajo de sus narices. Se acercó débilmente a probar un bocado. Esto sabe a mierda, pensó, y siguió comiendo. Sintió aún el rabo entre sus patas. Levantó la mirada; dos jóvenes lo veían con ternura en los ojos. Ándale carnala, dijo uno, nos lo llevamos, y mis papás no tienen de otra más que aceptarlo. No wey, dijo ella, pues podemos quedárnoslo un ratito, pero no más de eso. Y el señor Luis sintió un lazo alrededor de su cuello. No, pensó, no me lleven. El perro se puso tenso y comenzó a arrastrar sus patas, ante la insistencia del lazo que lo jalaba. Ándale, ven, escuchó. No te vamos a hacer nada. El señor Luis les creyó, pero el perro no. Pero cuando el joven aventaba una croqueta, que sabía a mierda, el señor Luis les dejaba de creer, pero el perro no. Entonces fue un camino complicado para los tres.
El señor Luis contempló a la nueva familia. Una casa no tan bonita como la suya, más bien pequeña. Yo quiero ir a mi casa, pensó melancólicamente. Pero el perro movió la cola. Y entonces se quedó dormido, como si no hubiera dormido en mucho tiempo.
Al día siguiente salió de paseo. De nuevo se le puso la correa, y fue jaloneado por los dos jóvenes. Ándale cabrón, avanza, dijo, mientras el perro ponía la poca fuerza de sus patas en el piso. A que le tienes tanto miedo tú, pensó el señor Luis. La correa en el cuello le traía un recuerdo en las articulaciones que la cabeza no le podía formular. A qué me recuerda, pensó. Entonces escuchó a los jóvenes hablar ¿Viste quién se murió hace unos días? Sí, pues el Luis Echeverría, que vivió cien años. La gente mala vive mucho. Sí ¿pues no te acuerdas lo que decía el abuelo, de cuando casi lo matan a golpes ese día? Qué hijo de la chingada, pero por fin ya se murió.
¿Y cómo le vamos a poner al perro? Dijo el joven, ya que llegaron a casa. Ay pues ¿Frijol? ¿Ramón? Tiene cara de Ramón. A mí no se me hace, dijo aquél. Aquella miró al perro a los ojos. Fulgencio. El joven se rió mucho ¿Y ese nombre por qué? La muchacha le dijo, así se llamaba el dictador cubano este. Siempre me dio risa ese nombre y creo que hasta podríamos reivindicarlo. Mira, hay que decirle Fulgencio. El joven se rió. Sí wey, e imagínate que sean el mismo. Ella le dijo, a lo mejor si es el mismo, pero es un perro. Es demasiado noble para darse cuenta. El joven le respondió, yo creo que no. Ellos sí se acuerdan ¿No viste como lloró cuando pasamos al lado de la caseta de policías?
El señor Luis, dentro de la casa, siguió teniendo miedo. O fue el perro quien siguió teniendo miedo. Vio hacia arriba, cuando se acercó a la ventana ¿Qué hice para que un perro con casa tenga tanto miedo?
Los animales comprenden la represión al formar parte de una cultura establecida. Comprenden nuestros códigos desde su propia animalidad, y reaccionan de acuerdo a ella. El miedo es una construcción cultural que puede ser comprendido por animales humanos y animales no humanos.
Natalia López, estudiante de la Licenciatura en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México.
Comentarios